La sabiduría del médico rural, los mejores del mundo.
Por Cristian Nielsen — Editor
Nota del autor: Este artículo lo publiqué hace unos cinco años. Ahora cobra actualidad de la mano del virus chino.
Tendría yo unos ocho años.
Vivía por entonces con unos tíos en un pueblito de la provincia de Buenos Aires llamado Darregueira. Calles de tierra, poco tránsito, para felicidad de las barras que nos juntábamos para jugar a la bolita o al fútbol, o guerrilla de hielo cuando los charcos se congelaban en invierno.
El pueblo tenía sus notables, los que hoy llamaríamos, “referentes”: el Delegado Municipal (tan chico era que no tenía ni intendente), el cura párroco, el jefe de estación, el gerente del Banco Nación, la directora de la Escuela Provincial, el comisario de Policía y así.
Uno de esos notables, tal vez el más notable de todos, era el doctor Antonio Magadán, el médico del pueblo, apellido armenio, muy querido por todos. Cierto día en que estaba arrastrando un camión de juguete a través de una peligrosa hondonada cavada con otros compinches en una montaña de arena de construcción, pasaba el doctor en su caminata diaria. Mi tía Lucía aprovechó la oportunidad de una consulta gratis.
“Doctor, no sé cómo sacar a este chico de la tierra. Se me va a enfermar”. El buen doctor se detuvo, miró con su beatífica sonrisa a la mugrienta pandilla y respondió.
“Déjelo que juegue en la tierra, señora. Eso fortalece sus defensas. Después, no hay nada que no quite un buen baño”.
La observación dejó perpleja a mi tía y causó el júbilo de mis contertulios. Todos celebramos la sentencia médica, aunque con reservas respecto al delicado tema del baño.
Nunca olvidé aquel episodio, aunque por entonces ninguno de nosotros entendió a qué se refería el buen doctor con eso de las defensas. Lo comprendería años después, cuando dos ideas hicieron click juntas, lo de las “defensas” del Dr. Magadán, y un “hallazgo” protagonizado por un conciliábulo de sabios de no sé cuantas universidades que llegó a la asombrosa conclusión de que la exposición a la suciedad fortalece.
Guardé en mi archivo los papers correspondientes.
«Lo que el chico está haciendo cuando se pone cosas en su boca es permitir que su sistema inmune genere una respuesta a su ambiente» explicaba al diario The New York Times Mary Ruebush, microbióloga e instructora de Inmunología de la Universidad de Montana, EE.UU., que escribió el libro «Por qué la suciedad hace bien«.
Otro sabio del mismo calibre es citado por el diariazo:
“El doctor Joel V. Weinstock, director de gastroenterología y hepatología en el Tufts Medical Center de Boston, señala que al nacer el sistema inmunológico se parece a una computadora que no fue programada y que necesita instrucciones«. Y agrega que la exposición a ambientes con virus o bacterias le brinda una suerte de «entrenamiento» al sistema inmune. Por eso rechaza la obsesión por la limpieza y la desinfección que eliminam muchas bacterias y virus «que le hacen bien a nuestro organismo«.
El doctor Magadán, de Darregueira, provincia de Buenos Aires, llegó hace unos 60 o 70 años, a la misma conclusión. Claro, no estaba el Times para recoger su declaración.
Tengo 75 años. Practiqué con entusiasmo y consecuencia –al igual que mis compinches- el consejo del doctor Magadán mientras pude. Luego, la moral, las buenas costumbres, el orden público me impusieron otras normas.
Pero mi computadora personal tuvo tiempo de registrar con toda precisión las instrucciones que necesitaba. Soy un tipo razonablemente saludable. Me engripo de vez en cuando y estoy seguro de que mi reuma sería mucho más severo si no hubiera sido por aquellos felices días en que me revolcaba en la tierra jugando a indios y soldados, o cowboys y bandidos, en la “sana” compañía de bacterias y virus que iban siendo reconocidos y catalogados, uno a uno, por mi recién estrenado sistema inmunológico.
Claro que esta lógica de la inmunidad, sencilla de entender y explicar para un médico de pueblo (los mejores del mundo), es hoy materia de polémicas encendidas, casi siempre teñidas de ideología.
Tiempos y costumbres diría Cicerón.