En un mundo al revés, ser empresario agrícola exitoso es un delito.
Por Cristian Nielsen
¿En qué momento la palabra “productor” se volvió sinónimo de “indeseable”? ¿Será cuando pasó a identificarse con “empresario agrícola exitoso”?
Mientras se mantenga en los niveles de “pequeño agricultor”, o mejor aún, “labriego”, el concepto viene envuelto en nubes de incienso laudatorio hacia esa condición de siervo de la gleba: trabajar la tierra para subsistir hasta que las fuerzas le den. Nada gusta más a los analistas y periodistas de tres al cuarto que llenarse la boca con eso de “sacrificados labriegos que marchan una vez más en pos de sus reivindicaciones…” etc. Eso llena pantallas, genera títulos… Pero guay de que a ese labriego se le ocurra subirse a la ola de movilidad social ascendente y un buen día se convierta en pequeño o mediano productor y, finalmente, cruce el umbral del demoníaco agronegocio. De heroico trabajador del surco pasará a ser un desclasado que se olvidó de su gente, del lugar al que pertenece.
¿Pertenecen las personas a un lugar determinado? ¿Estamos condenados a vivir y morir en el mismo sitio, sin aspirar a otra cosa? El que nació labriego, ¿debe morir labriego para seguir mereciendo la consideración de… bueno, de quienes ya sabemos?
La palabra “productor” tiene buena prensa según el modificativo que lleve adherido. Por ejemplo, productor de cine, productor de seguros, productor periodístico, productor publicitario…
Productor agropecuario… epa. Ahí no. Mientras las demás categorías son sinónimo de creatividad, talento y genio innovador, el productor agropecuario es un empresario avaricioso que se ceba en los recursos naturales para acumular fortunas que siempre manda a otra parte, al extranjero, a Saturno…
Resumiendo, a riesgo de ser reduccionista: la comida de todos los días debe generarse con el sacrificio del labriego que trabaja sin perspectivas de ascenso social alguno para merecer la aceptación de los implacables censores sociales. En cambio si se produce en las cadenas de valor del agronegocio, es, virtualmente, enriquecimiento ilícito. Casi se lo podría considerar, según esa visión delirante, competencia desleal para los políticos campeones del robo, la extorsión y el saqueo del Estado y que acumulan prestigio social y pública aceptación. No producen un carajo, pero ahí están, firmes, enchufados en lo suyo, paradigmas de una sociedad enferma que venera ladrones.
El mundo al revés.