Advertencias apocalípticas, condenas sumarias y hasta un proyecto de ley brotaron como hongos tras la mortandad de peces, todo basado en falsas premisas.
Fue en 2009 cuando estalló la “fumigación de Itakyry” y los fabricantes de pánico express hicieron su show. Ocurrió cuando un grupo de inminentes invasores de una propiedad privada con sembradío de soja denunciaron haber sido rociados con pesticidas por un avión en vuelo rasante. Según los denunciantes, había gente internada en Ciudad del Este gravemente intoxicada y prácticamente al borde de la muerte. De inmediato se organizó desde Asunción una expedición de intrépidos parlamentarios, algunos indígenas, ministros desocupados y las infaltables oenegés de ocasión listas y con el dedo en el gatillo de sus videocámaras. En el camino y gracias al milagro de las TICs, los valientes expedicionarios dispararon condenas lapidarias tales como genocidas, traidores a la causa nacional y cipayos de la “patria sojera” criminal, etc. El “caso” ocupó paginas enteras en los diarios y horas de TV. Resumen del final: el avión “fumigador” era un Cessna 210 de pasajeros en tramo de descenso, los “intoxicados” eran dos casos extremos de desnutrición y la tal fumigación existió sólo en la imaginación febril de un montón de idiotas.
¿Y la mortandad de peces?
Ahora, veamos el tema de la mortandad de peces. En nuestra actualización informativa de Chaco 4.0 del 3 de abril pasado reportábamos: “Mortandad de peces en el rio Paraguay se debería a un fenómeno natural”. Se trata de lo que en la zona del Pantanal llaman “dequada”, un proceso natural de descomposición de la vegetación sumergida que alcanza tal intensidad que la oxidación de la materia orgánica por bacterias es capaz de consumir todo el oxígeno disuelto en el agua (OD) y liberar dióxido de carbono (CO2 libre).
Está claro: sin oxigeno, los peces mueren si quedan atrapados en las lagunas y no pueden alcanzar el cauce principal.
Esto había sido informado por el Ministerio del Ambiente y el CEMIT de la UNA, que anunciaron una toma de muestras para determinar con certeza la causa de tal mortandad. Pues bien, tres semanas después, el CEMIT emitió un informe descartando que las muertes de debieran a derrame de agroquímicos de cualquier naturaleza y todo era un proceso natural.
Pero los fabricantes de pánico no pudieron esperar. Las redes estallaron de denuncias y advertencias con el resultado de miles de personas preguntando si se podía tomar agua de la canilla, dado que el río estaba “envenenado” de agrotóxicos.
Hasta un creativo diputado sancochó a la ligera un proyecto de ley “antimortandad” (así se caratula) dirigido a prohibir la instalación de frigoríficos en áreas urbanas acusándolos de envenenar las aguas de ríos y arroyos. Lo maligno del proyecto es que se apoya en medias verdades. Porque si bien hay curtiembres y algunas industrias frigoríficas que efectivamente tiran efluentes líquidos sin procesar, hay plantas procesadoras de carne de gran capacidad que funcionan con ajuste a estrictos patrones no sólo ambientales sino además de eficiencia en el ciclo de producción industrial.
Eso quiere decir que hay normas suficientes. Sólo falta que los remisos a cumplirlas sean penados severa e implacablemente.
No se necesitan más leyes. Los diputados podrían ocuparse de otros asuntos más urgentes y necesarios.