“No soy cura. Si no querés que cuente nada no me digas nada” era su máxima.
Me hubiera gustado encender un Partagás o un Montecristo en homenaje a Humberto, pero para mi desgracia, o no, he dejado de fumar hace años.
No sé donde estará ni si alguna vez volveré a verlo.
Él, de la antigua fe de Abraham, Isaac y Jacob.
Yo, del catecismo de los Apóstoles a duras penas entendido en las charlas parroquiales.
Judíos y cristianos, al final, fuimos catequizados en la misma Biblia, aunque aquello del nuevo y el viejo testamento nos separe… o nos una, qué se yo… Nunca fui muy creyente.
Pero de algo estoy absolutamente seguro, a estas alturas y… permítanme ser contundente: Humberto fue un antes y un después en el periodismo radiofónico. Se adelantó a su época, fue disruptivo, creó algo que no existía. Y eso lo hizo diferente, lo puso bajo reflectores…
Me parece escuchar, hace qué se yo cuantos años, a la nueva radio que ofrecía 33 boletines diarios, así, como suena. Por entonces, la sintonía era música, variedades, libretos, entretenimiento…
Y de pronto aparece este monstruo, con móviles en todos lados, trayendo a estudios lo que pasaba en la calle… Inquietante, diferente.
Humberto creó, con radio Ñandutí, el concepto de la competencia. Lo llevaba en la sangre. Recuerdo claramente cuando tras el golpe del ’89, Ñandutí volvió a la vida y pude conversar con él a minutos de reencender la radio clausurada por la dictadura. Yo conducía un programa en 1° de Marzo que había logrado posicionarse bien tras la desaparición del aire de Humberto. No recuerdo los detalles, pero el final de la entrevista fue un desafiante:
“Y ahora, a competir…”
Se entiende, ¿verdad? Humberto era un tipo de batalla, no entendía la radio si no era bajo el signo de la competencia, de ganar una audiencia que para él era el mejor premio que pudiera otorgársele en su vida. Imaginen el extremo al que adoraba y respetaba a la audiencia que permitía incluso que lo insultaran en su espacio dedicado a escuchar a sus oyentes.
Lo digo con absoluta seguridad: Nadie, en ninguna radio de habla hispana que haya conocido ha sido capaz de soportar semejante agresión. Y él lo hacía, asegurando que lo ultimo que haría en su vida, y en su radio, sería cerrar el teléfono a la audiencia, por maldicientes que fueran sus comentarios.
Humberto fue un maestro de la profesión. Tenía un sentido innato del timing radial como nadie que haya conocido. Podía entusiasmarte en una entrevista para, de pronto, poner tecla de pausa y dar paso a una tanda, un noticiero, o un móvil. Era una cátedra diaria de periodismo radiofónico para quien lo escuchara.
Quisiera decir muchas otras cosas, pero lo que me viene más a la memoria es algo que lo define con gran nitidez. Cuando la radio fue clausurada, Humberto creó aquellos debates en la fonoplatea a los que acudían todos los “contreras, comunistas y desestabilizadores” más odiados por el regimen. Hasta que algún creativo del Ministerio del Interior inventó eso de “el panel está permitido pero el acceso del público está prohibido”.
Eso no lo arredró y esos debates fueron volcados más tarde en volúmenes impresos, la memoria viva de la que aún guardo un ejemplar. Y no eran cualquiera los que habitaban esos encuentros, figuras gigantges, queridas, históricamente valiosas la salvaguarda de la República.
Este es el Humberto Rubín que quiero recordar. Enorme, disruptivo, creador, polémico, transformador de una radiofonía que pedía a gritos un cambio y que él supo interpretar y llevar adelante.
Nunca se guardó nada.
“No soy cura. Si no querés que cuente nada no me digas nada” era su máxima.
Porque para el no había nada mejor que compartir con la audiencia lo que acababa de saber y le quemaba las manos.
Ya te estoy extrañando, querido Humberto.