Quemar comida es un delito. Arrasar campos productivos con fuego es criminal. Nunca, en nombre de ninguna causa por justa que sea, el fuego puede ser herramienta de reivindicaciones.
El conflicto por Campos Morombí, Canindeyú, ya es viejo. Se trata de una propiedad invadida por supuestos campesinos sin tierra alegando que se trata de una propiedad originalmente poseída en forma ilegal por un militar. El conflicto ha tenido ya sus instancias judiciales pero quienes hoy la han invadido desconocen el imperio de la ley y de las decisiones de la justicia.
Las tierras, unas 1.100 hectáreas, fueron alquiladas por Campos Morombí a un productor de origen brasileño que cultivó allí una gran parcela de soja. Este lunes, en medio de un tiempo seco y con fuertes vientos, la parcela se incendió. No se puede hablar de accidente. Esas cosas se controlan de inmediato. El fuego comenzó a arrasar el lugar porque fue calculadamente provocado. Los operarios debieron retirar de inmediato costosa maquinaria y salvar ellos mismos su vida contra el frente de llamas que se apoderó en minutos de la plantación.
La pregunta que cabe ante tamaño acto de barbarie es la del titulo: “¿Codicia, intolerancia o simple estupidez?”.
Las tres cosas a la vez.
Codicia, porque detrás de este crimen ambiental hay políticos agazapados en espera de echarle el guante a tierra muy valiosa. Se trata de una propiedad que, como mínimo, tiene un valor inmobiliario de US$ 6.600.000 dólares, sin contar con el equipamiento rural y la plusvalía que le otorga ser una tierra ya trabajada y con plataforma biológica suficiente para dar cosechas abundantes.
Intolerancia, porque el episodio rezuma un incomprensible rencor hacia el extranjero, en nombre de un trasnochado sentimiento de soberanía avasallada.
Estupidez, porque solamente un hatajo de asnos puede creer que incendiando un cultivo en plena etapa de cosecha se puede resolver algún conflicto, real o inventado, en torno a la propiedad de un terreno rural.
Y en el fondo, un irresuelto problema de ideologitis, una variante degradada de ideología, que es cuando se intenta darle un un ropaje «progre» a simples asaltos hampescos a la propiedad privada.
Como ya ha ocurrido en tantas oportunidades, este episodio terminará en la nada, cuando las cansinas investigaciones de la policía, fiscalías y juzgados se reduzcan a un polvoriento legajo perdido en alguna ignota estantería judicial. Ya veremos.