«Si hablas a la gente en un lenguaje que entiende, sus palabras irán a su cabeza. Si le hablas en su propia lengua, las palabras irán a su corazón» (Nelson Mandela).
Cristian Nielsen
El Fiat 600 encaró con decisión, aunque a los rezongones, el último tramo de la Transchaco que nos llevaba a Mariscal Estigarribia. A bordo íbamos Roberto Morelli, fotógrafo y pintor (y librepensador habría que agregar) y quien esto escribe.
Minutos antes, un convoy militar nos había pasado a regular velocidad levantando una nube de talco que nos hizo difícil respirar al menor esfuerzo que hiciéramos. Finalmente llegamos, exhaustos, polvorientos y con ganas de meternos bajo una ducha, cambiarnos y de ser posible, comer alguna cosita que pudiéramos prepararnos. Aunque a esta etapa se imponía otra más urgente, dormir por lo menos 10 horas seguidas.
Todo lo demás era posible menos haraganear. Estábamos en la VI División de Infantería y ahí hay muchas cosas que no pueden hacerse, por ejemplo, estar sentado rascándose… algo. Un buen sargento de instrucción siempre encuentra una pala o una escoba que poner en manos del “número” (soldado raso) que soñaba con zafar antes del toque de retreta de las 18.
Pero en nuestro caso no fue un sargento de instrucción el que nos recibió sino un Coronel de Inteligencia quien nos hizo los honores de la casa para presentarnos finalmente un personaje que ya se había ganado la simpatía de la unidad.
“¿Y VOS QUE HACÉS ACÁ?” – De pronto nos vimos frente a una especie de soldado con uniforme de infantería, alto, rubio, ojos café y ademanes educados. Algo no cuadraba en aquella escena. El soldado se acercó a Roberto a quién saludó con toda corrección castrense. Luego se dirigió a mí y cuando iba a estrecharme la mano, dio un paso atrás como si hubiera visto un fantasma mientras se le dibujaba un cómico rictus de incredulidad en el rostro.
-¿Y vos qué haces acá?- me interrogó sin miramientos. Era evidente que no le importaba mucho lo que yo fuera a responder. No recuerdo si farfullé tres o cuatro palabras que en esencia querían decir algo así como “te queda bien el uniforme, eh?”. Fue un saludo a los tropezones que selló aquel encuentro con Pablo Alfredo Herken Krauer, Nito para los amigos.
No era era cierto eso del uniforme, al que, o le sobraba mucho fondillo o le faltaba tela en las mangas, ya se sabe cómo son los talleres de confección militares. Pero no era ese detalle despreciable el que capturó de inmediato mi atención sino aquella mirada serena, de sonrisa fugaz y ademanes calculadamente exagerados cuando quería poner algún énfasis.
Después de aquel rápido examen, Nito estalló en carcajadas, como si no pudiera contener la risa desatada, probablemente, por aquel par de trashumantes que llegaban al hostal a implorar un poco de comida y refugio. Roberto me miró un tanto desconcertado pero “el alemán” de inmediato reemplazó sus ironías por un abrazo afectuoso. A partir de allí pudimos compartir momentos muy agradables pero necesariamente calculados en todo lo que decíamos.
“QUE APRENDA ESE MOZO” – Nito no estaba allí de vacaciones ni por algún viaje profesional. Había sido “hospedado” a la fuerza por Stroessner para ver si el joven cambiaba su visión anti régimen y dejaba de usar ese pelo largo que le molestaba… al Tiranosaurio, no a Nito.
En la era del único canal de televisión disponible, el hecho de que tres o cuatro mozalbetes insolentes se animaran a decir, en vivo y sin anestesia, palabrotas como violación de derechos humanos, detenciones arbitrarias o abusos en investigaciones era mucho más de lo que “el viejo” y su primer anillo de incondicionales estaban dispuestos a tolerar. Por lo tanto Nito fue invitado cordialmente a subir a un camión del ejército y, sin ocasión de despedirse de sus familiares, rumbeó para el Chaco central en donde medio siglo atrás no había paradores, hoteles ni rutas asfaltadas, tampoco supermercados o restaurantes donde echar unas cervezas frías o algún bife a la plancha. Era el reino absoluto de los militares con quienes convenía tener buena onda.
ALGO MAS QUE UN ESLOGAN – Si los cancerberos del régimen creían haber quebrado la voluntad de Nito con aquel brutal enfundado en un uniforme militar e imponiéndole alguna arbitraria cadena de responsabilidades, no pudieron estar más equivocados. Pablo llevaba aquel calvario sin que su integridad, especialmente la espiritual e intelectual, se hubiera siquiera resquebrajado un milímetro.
Años más tarde compartiríamos esta profesión desde distintos ángulos y con distintas herramientas periodísticas pero apuntando a un mismo fin: intentar correr el velo del futuro en un país que acababa de abandonar 34 años de sofocante dictadura. Nito era un férreo defensor de la economía de mercado y de la igualdad de oportunidades para todos.
Nunca se cansaba de explicar la diferencia entre su mundo ideal y el que proponen los políticos “a la violeta”, es decir, la nada misma flotando en un colchón de corrupción y de . impunidad. Su prédica era inflexible y la insistencia en mostrar el país que existe frente al país que podríamos tener desembocó en aquella frase suya “duele decirlo pero hay que decirlo”. En Nito, ese no era un eslogan sino el permanente estado de su alma de economista y de paraguayo por erradicar las cosas que hacen daño en el Paraguay. Demasiados improvisados y demasiados corruptos aprovechándose de un pueblo pacífico que ya padeció dos guerras internacionales y una civil y qué busca desesperadamente un mañana diferente, pero en paz.
No sé si Nito comulgaba con Mahatma Gandhi, pero aquí me atrevo a cerrar este nostálgico vuelo al pasado con una sentencia del “alma grande”:
“No hay camino a la paz, la paz es el camino”.
Chau Nito, hasta pronto. Te vamos a extrañar más de lo que nosotros mismos imaginamos. A la gente buena e íntegra se la encuentra muy de vez en cuando.
Y cuando sucede, no queremos que se vaya.