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Con cada asueto se pierden por año 31 millones de horas-hombre de trabajo en las oficinas públicas.
La costumbre del funcionario público de estirar hasta el infinito las horas de holganza es de vieja data. En 2014, la Corte Suprema de Justicia, a través de su sala constitucional, dictaminó que la jornada laboral en la función pública es de ocho horas y no de seis como pretendía un grupo de empleados estatales que recurrió a esa instancia. En un fallo de unanimidad casi sin precedentes, los ministros de entonces Víctor Manuel Núñez, Antonio Fretes y Gladys Bareiro de Módica rechazaron la presentación de funcionarios que solicitaron acogerse a un régimen de trabajo de seis horas por considerarlo un derecho adquirido, y que desde el momento en que “se los obligó a trabajar ocho horas diarias” esto debía ser compensado con el pago por horas extras. Estos argumentos fueron rechazados de plano por la sala constitucional citando el artículo 59 de la ley de la función pública el cual establece: “La jornada ordinaria de trabajo efectivo … será de cuarenta horas semanales”. Esto significa, ocho horas diarias.
Parece ridículo haber tenido que dictaminar sobre lo obvio. Pero ocurrió en el Paraguay.
Poniendo el tema en contexto, digamos que en los días del dictamen judicial que comentamos, el Estado gastaba en sueldos unos 2.470 millones de dólares (11 billones de guaraníes) para pagar a unos 260.000 funcionarios permanentes y un número nunca precisado de contratados.
A ver si se entiende la monstruosidad del planteo: los funcionarios pretendían trabajar menos horas por el mismo sueldo lo cual significaba que le estabarían robando al tesoro público 132 millones de horas-hombre al año. Aún con un dictamen judicial en contra, muchas oficinas públicas llevaron a la práctica la «jornada de seis horas». O sea que el asalto a las arcas públicas sigue perpetrándose en forma impune y desvergonzada.
Si a eso agregamos las 31 millones de horas-hombre que se pierden con los asuetos, el drenaje de recursos es monstruoso e insostenible.
Alguna vez debe terminar este festival de fondos públicos, gastados por un Estado pobre que los derrocha como si fuera rico.
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